13-39 non stop

Éramos todo lo punkies que unos trece años pálidamente sofisticados, y un suburbio del Gran Buenos Aires nos permitían ser. Nos gustaba la canción de Flashdance, los video bares, jugar al pool y al Teg en el Pub de Avenida Rivadavia, e ir a bailar al Tiro al Segno.

Nos moríamos de frío todos los inviernos, y de calor todos los veranos sentadas en la verja de la casa de Viviana, esperando que pasaran los chicos y nos dijeran algo. Porque los chicos eran guapos, y nosotras éramos guapas, y ya sabes lo que unos trece años inquietos, más un suburbio del Gran Buenos Aires – sin cable, ni cine, ni Internet – pueden conjurar.

Yo era la mas chica, y y la más nueva. Tuve suerte porque enseguida caí bien. En gran parte porque era mona y simpática, y quedaba bien en el conjunto sin amenazar la clarísima jerarquía del grupo, porque no tenía ni el culo redondo y parado que tenía Claudia, ni los ojos de azules de Silvina, ni la pileta de natación de Viviana.

Lo que si tenía, además de mi charme natural, era a mi guapísimo hermano mayor, Alejandro, gracias a quien las chicas, al principio por ingenuo interés, y luego por genuino cariño, me mimaban y trataban como igual.

Para ésta época, en abril del 82, hablábamos mucho de la guerra de las Malvinas y usábamos a troche y moche el primer término mediático del que tengo memoria: “morir de congelamiento”. La imagen que resume este recuerdo, es el plano americano de Fabiana C. con su campera Alpine Skate gris y su pelo rubio, en un atardecer –casi noche– de un día de frío crudo y olor a ramas quemadas, en la penumbra haragana que reina hasta que alguien se molesta en encender las luces.

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