Con los huesos de Aramburu (bis)
vamos a hacer una escalera (bis)
para que baje del cielo
nuestra Evita montonera
Uppercut de paranoia sufrió mamá, la vez que entramos Ale y yo, cantando como si fuera la Chacarera de los gatos. Se quedó blanca, como la pintura que le echan cada tres días a la tapia del terreno baldío de la vuelta de casa, cuando por las noches de principios de otoño suda humedad y la iluminan los faroles pálidos de la acera.
Un día hay un hombre muerto en la vereda. No, no me llama tanto la atención que esté muerto, sino que se parezca a mi tío Riqui. Pero no es y sigo caminando. Otro día, vamos en el coche de papá por el camino de cintura. Hay un cartel – pasa como un pantallazo –dice “Zona militar, prohibido detenerse o el centinela abrirá fuego”. Otra vez, por Avenida Rivadavia, tres coches verdes persiguen a tiros a otro. Todos los otros autos nos quedamos suspendidos, agazapados. Otra vez, estaba todo tranquilo, la gente paseaba y de golpe gritos y todos corriendo hacia otro lado; escapada radial. Vistos desde arriba, debíamos parecer fuegos artificiales. El ruido seco de los tiros desde la izquierda, o la derecha, o adelante, o atrás.
Vivíamos sumergidos en nuestro pequeño y normal terror cotidiano, pero a mi me preocupaban los italianos, que sufrían de bombas y sobres envenenados. A partir de ahí es una constante en mi vida, lo que está lejos es siempre más vívido, más intenso.
No nos retó; se quedó un buen rato quieta, como los Paraísos centenarios del andén de la estación de Haedo cualquier tarde de enero. Luego fue hasta el tocadiscos, cambió de tema y se metió en la cocina.
Volvieron poco después
Las galeras al revés,
Con abrojos en el pelo
Y las colas por el suelo.